Feria Zapotlán

Published on octubre 21st, 2018 | by lavozsur

0

ParticipaSiones – Carros alegóricos

Por: Vicente Preciado Zacarías

Carros alegóricos

Otra vez he visto pasar el desfile de carros alegóricos por la esquina de mi casa. Son las mismas imágenes taumaturgas cuyo paso conmovía hasta las lágrimas a mi madre y su rostro hierático se transformaba de pronto en una fuente mágica en cuya orografía marcaban surcos los arroyuelos de su llanto callado y suave.

Son las mismas imágenes a cuya vera se situaron mujeres hermosas, las más bellas del pueblo, como en un florilegio de castas, sortilegio y ascensión social. Recuerdo entre todas a una mujer cuya belleza extraña aún me arroba y nutre de formas suaves sueños que sueño en horas de madrugada. Se llamaba no sé cómo pero se apellidaba Baruqui.

Tenían, como buenos libaneses, un negocio de telas en la esquina del portal que hace esquina con la calle Primero de Mayo, frente a la Casa Rayada.

En el año de 1945, en plena Guerra Mundial, el país y el pueblo de Zapotlán vivían una época de suspenso y de crisis económica similar a la que ahora pende sobre nuestras cabezas como pesada espada de Democles. Los pocos camiones automotores que había en el pueblo, eran habilitados para el anual desfile. Una noche antes y a deshoras hasta entrada la madrugada, sonaban los martillos de los carpinteros indígenas acomodando tablas y erigiendo postes de “tapiloles” cortados en la falda de la montaña para que los personajes se situaran, fueran atadas para no caerse durante el bamboleo del carromato y el pueblo sacaba de sus salas sus mejores alfombras, macetones con flores pertenecientes sólo a familias de alcurnia y, las muchachas lavadas, perfumadas y levemente maquilladas, previo permiso conseguido por la comisión encargada del arreglo y casi siempre acompañada de la presencia del cura del templo mayor, con la familia de la muchacha solicitada.

El mejor vocablo que pudiera sonar en boca de una madre de familia y de la familia entera era el siguiente: “Vinieron a pedir a nuestra hija para el trono de Señor San José”. Esto desde luego les sucedía a las familias de alcurnia y buena situación social.

Pero volvamos con el año de 1945. Un carro entre todos llamó la atención del pueblo de Zapotlán. Representaba el triunfo de Judith frente al itifálico Holofernes, enemigo del pueblo de Israel quien había sitiado la ciudad de Betulia o Bethulia (en Palestina actual y al sur de Nazaret).

Todos sabemos la historia y no voy a intentar repetirla. Pero simbólicamente el suceso, las pinturas que se han realizado sobre el tema, los textos y leyendas y hasta la música, representan el triunfo de la mujer fuerte que interpone más allá de sus recursos físicos, un tipo de inteligencia atroz que hace que el varón, el macho, pague por intento de poseerla, el precio más alto que la historia de la psicología ha fijado a través de los mitos y las leyendas de amor: la castración del varón, en este caso de Holofernes, trasladada la mutilación al cuello; vale decir, el degüello o decapitación.

Bien, pues en esa “anda” de 1945 iba la belleza erguida de esta señorita Baruqui. La ascendencia oriental de su carne le daba a su rostro un marco misterioso de encanto de “Las Mil y una Noches” pero en vivo, además de leído. Un artesano lugareño había realizado con cartón encolado una obra maestra de horros, cuando menos para el niño que era entonces yo: una cabeza monstruosa de Helofernes con un rictus de muerte en el rostro, las greñas (cerdas de caballo e ixtle) enmarañadas y un goteo de una especie de tinta roja que hacía que en casa-esquina la pieza, el cuadro y la representación cobrara un aplauso unánime de un pueblo ensombrerado, de calzón blanco y ceñidor rojo; y, en las esquinas y portales de la ciudad, el aplauso, la sonrisa de una clase de gentes privilegiadas en su estatus social y a quienes acompañaban personas y familias llegadas a Zapotlán en el carro Pullman (clase de primera) del tren mixto de la noche o, preferencialmente, arribadas en el tren de la 1:30 del medio día anterior…

La belleza de Judith (desde entonces así se le llamó a esa señorita Baruqui) ha estado presente en mi memoria y en lo más onírico de mis noches pobladas de estatuas, dríades y diosas míticas.

Pero el tiempo cruel todo lo derrumba, carcome y destronifica. Muchos años después volví a ver a “Judith Baruqui” en un campo de un Club Deportivo. Era una señora otoñal madurada en carne y con los signos de la declinación física, corporal. La vi de espaldas. No he atrevía a verla de frente. Ella contemplaba algo en la lejanía y no quise robarle ese instante de eternidad detenido sólo para mí con la terrible certidumbre de que sería para siempre jamás.

Tenía el pelo cano y en algunas partes la teñidura era ganada por “el color natural”. Hoy debe ser polvo como lo son todas aquellas bellezas que vi desfilar en la esquina empedrada de mi casa en otros octubres que se tragó el tiempo. Sólo una cosa ha permanecido: la estabilidad y erguimiento de las imágenes taumaturgas. Y cuando en el río del tiempo mi cuerpo sea arrastrado por la infinita corriente, esas imágenes seguirán pasando por la esquina de mi casa. Doblarán los bronces de las esquilas que mis abuelos fundieron e instalaron en la altura de los campanarios, estallarán la pólvora comprimida en cohetes y cohetones. Otras planas de otros pies, cada vez menos indígenas, machacarán el pavimento en una danza frenética y atávica.

No me importará ya entonces si se siga opinando o no que ese rito es pagano. No me importará porque yo estaré ausente. Alguien distinto y distante vivirá en mi casa y borrará mi nombre de cuadros y metales cincelados a máquina o manualmente. Y será la misma calle. La misma ronda. El mismo estruendo. La misma algarabía. La misma fe. La misma tradición.

¿De dónde vino al mundo católico la devoción a la imagen de San José en el mundo hispánico? Juan José Arreola para escribir un pasaje de su novela “La Feria” se documentó en un magistral trabajo que se subtitula “Articulación sobre el culto de San José” del hispanista E. Giménez (así, con G) Caballero, en donde dice:

“En 1927 escribía yo un ensayo sobre La Purísima, donde apuntaba así: ‘En los ojos preñados de la Soledad del Greco, es donde yo he visto el origen del culto a San José. Y es que San José fue para la mujer hispánica la Inmaculada Concepción hecha hombre. Un ideal difícil, casi imposible”.

Mitólogo de afición (estudioso de Bachofen), pudo aprender este arduo aforismo, fino instrumento inquisitivo: “Dime lo que adoras, te diré lo que querencias”. En otro espacio abordaremos el problema simbolista de Bachofen, otro pensador muy leído por Juan José y citado en sus prosas, para comprender este trabajo de simbología.

Por el momento, me niego a hacerlo. Les pido en cambio me dejen entrecerrar mis ojos para comprender que me acompaña la experiencia de la edad y la mirada de un niño. De un niño que ve desfilar por la esquina de la casa mujeres bellísimas que ahora son sombras, pero también luz, un rayo de luz esplendente en el recuerdo y la mirada.

*Publicada originalmente el 25 de octubre de 2008*

Tags: , , , , , , ,


About the Author

Con 32 años de trayectoria, somos el periódico número 1 en información y análisis de la región Sur de Jalisco.



Comments are closed.