Opinión

Published on octubre 26th, 2023 | by lavozsur

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Hace ocho días publiqué una experiencia que me fue concedida vivir cuando era niño: la reparación artesanal de la imagen de Señor San José una noche que, debido a un accidente provocado por la improvisación de un altar en la nave de cruceros, la escultura sufrió fracturas de brazo, dedos, nariz y pómulo izquierdo… Y cómo mi padre, que era imaginero, pintor y retablista, lo reparó en el transcurso de una noche con correcciones posteriores. Todo bajo la promesa de sigilo impuesta por el preocupadísimo cura interino de entonces, presbítero Loreto Gómez.
Angustiado por no poder fijar la fecha de este accidente y no teniendo a quien consultar a los efectos de rectificación en la medida que todos los que intervinieron en el hecho fallecieron hace años, acudí a una vecina, la única sobreviviente en esta calle de las primeras familias que poblaron este barrio hace más de 70 años. Doña Rosa Bernardino. Tiene más de 88 años. Llegó a esta calle en 1922 cuando ella tenía 15 años y estaba recién casada. Para ella, todo sucedió en 1945.
Ella recuerda que esa noche “Vide mucho barullo en tu casa. Creíbamos que alguien estaba muy malo porque vimos entrar al padre. Luego nos dijeron que alguien se había caído. Nunca nos imaginamos que era Señor San José. Pero luego vimos al niño. Tenía quebraditas las manos y los deditos. Tu papá lo dejó bien chulo. Cuando pasábamos por tu casa nos santiguábamos. Yo hasta le llevé flores”.
Es cierto. Yo había olvidado que la imagen del niño quedó en reparación por unos días. Como era una imagen de culto menor, no era importante que el pueblo se diera cuenta de sus fracturas; es más, su estado, ayudó a desviar la atención de la imagen mayor…
Gracias también a doña Rosa he podido recordar a algunas personas que intervinieron en el hecho. El chofer se llamaba Alfonso y era dueño de uno de los pocos carros de sitio. El mozo que ayudó a transportar la escultura se llamaba Alberto. Alberto el campanero. El sacristán de noche, se llamaba Jesús. Era una figura borrosa arrancada de una de las páginas de Víctor Hugo. Vestía de negro, arrastraba los pies y con los ojos desorbitados y la boca babeante se había entender a base de gruñidos: era totalmente sordo y mudo.
Por caridad, lo había protegido el cura Don Higinio Gutiérrez. Alguien decía, esa noche fatídica, que él había tumbado la sagrada imagen. La verdad es que había sido un accidente. El docel del improvisado altar se había desprendido. Ya la escultura había sufrido otro accidente similar en 1909 ó 1910. En esa ocasión lo reparó de emergencia el presbítero Enrique Gómez Villalobos quien luego fue maestro y patrón de mi padre y le transfirió los secretos de la escultura de imágenes y la pintura.
Este tipo de accidentes se trataron de vitar moviendo lo menos posible las sagradas imágenes de sus nichos. El pueblo es muy sensible a estos desastres. Se debe cuidar y respetar estos objetos de fe. Una de las frases más afortunadas que yo le escuché al obispo Serafín Vásquez es aquella que dice: “No importa qué religión practiquemos. Lo que importa es la tolerancia y el respeto que tengamos por los principios de fe y devoción de las demás religiones”.
Por esa razón los ojos se me nublan de llanto cuando veo desfilar por las calles de Zapotlán las sagradas imágenes, porque sé que el trabajo, el arte y labor artesanal, logradas con un intenso amor, va con ellas como un eterno mensaje de mis mayores.

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