Opinión

Published on octubre 28th, 2022 | by lavozsur

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ParticipaSiones – El Año que Declina

El año declina. El tiempo se va. Una luz oblicua, mensa y suave penetra de tarde por los vitrales del comedor. Mi pequeño comedor con una mesa de madera de pino en el centro. Mesa donde se sentaron a departir tantos amigos que ya se han ido. Donde sonaron voces que ahora se han apagado y solo su eco repercute en ciertas noches cuando hay luna llena y el patio se llena de sombras que caminan.

Luz oblicua de las tardes de noviembre. Final del día cuando esa luz baña las paredes y las bardas de adobe y las copas de los árboles de mi jardín pintándolos de lila. Color morado desvaído. Color de cíngulo de cardenal anciano. El aire palpita en esta hora morada. Y vibra la atmósfera salpicada de suaves carmines. La tarde es lila. Lila los atardeceres. De nada sirve que mi razón me diga que es la atmósfera lila. Es sólo el reflejo de los últimos rayos del sol de la tarde que son oblicuos o tangenciales por la situación del sol al finalizar el año y que debido al pronto retiro de las lluvias la atmósfera, hace poco diáfana y limpia, ahora sostiene partículas de polvo que vuelven a distancia rojo el sol; rojas las nubes del ocaso, tojo el ámbito cóncavo del cielo, y, por simple reflejo, pintan de lila las bardas de mi casa, los árboles del jardín e impregnan de suaves tonos morados el aire que se sostiene suspendido por efecto de su propia corporeidad. Mi mente rechaza todo ese razonamiento de carácter físico y prefiere mejor refugiarse en lo fantástico y en lo poético.

Es el porte zacatecano Ramón López Velarde quien tiene esta hermosa metáfora:  “El cíngulo morado de los atardeceres”. Cíngulo era una faja que usaban los cardenales para connotar su alta jerarquía eclesiástica.

Repaso en mi memoria todos estos elementos movido por un mítico aislado, pueril y aparentemente frívolo. Hoy al pasar por una tienda en una esquina de mi barrio, me llamó la atención que la empleada estaba desempolvando un objeto que llamó mi curiosidad: una casa en miniatura, vale decir, de juguete de origen chino. Era una cabaña con techo de lámina esmaltado. Las paredes, de material refractario, simulaban enredaderas y parapeto de unos gallos minúsculos. Las ventanas abiertas de la pequeña casa dejaban ver el interior baldío. En el techo ya mencionado estaba un agujero no mayor que un doblón de oro. Luego una chimenea dotada de un pequeño rehilete en donde supuestamente giraba la figura de lámina de otro gallo. Mecanismo: se colocaba una vela o veladora en el interior. La casa encendía. Sus ventanas pequeñas centellaban. El calor al salir por la chimenea hacía girar el gallo…

De inmediato la compré. Me recordó las tardes de noviembre cuando era niño y hacíamos “casitas” con cajas de cartón (de zapatos). Les practicábamos agujeros simulando ventanitas, puerta, chimenea. Las ventanas las cubríamos con cuadritos de papel de china pegados con engrudo. Se veían más bellas y protegían el aire de la vela de cebo que colocábamos dentro. Y en las tardes de noviembre salíamos a jalar nuestras cajas por la banquera de la calle. Las jalábamos con un cordel que tiraba de la caja. El sonido de la caja arrastrándose en el dispar encementado de la acera, aún vibra en mis oídos. Era nuestro pobre anticipo de Navidad…

Encendí mi casita de lámina de fabricación china. Por poco me salgo a la calle a jalarla con un cordón. En la puerta de la casa me detuve. No. No tuve miedo que los vecinos me juzgaran loco, zafado. Tuve miedo de otra cosa: del tiempo ido. De las cosas que se fueron para no regresar jamás.

Faltaba ahora la calle empedrada. Los yerbajos entre las hendeduras de las piedras. El agua corriendo en medio de la calle. Las últimas golondrinas de noviembre. La luz morada de aquellas tardes humildes de mi niñez. El tum-tum de una carreta tirada por bueyes entrando al callejón. Los niños de entonces. Los postes de hierro del cableado eléctrico sosteniendo bobinas de cristal. Los perros ladrándole a la luna y los coyotes que bajaban del cerro.

Las voces de nuestras madres llamándonos a la cena y a la hora del rezo del rosario familiar. El olor a pan, a avena recocida en fogones de carbón. Y, el alma de niño palpitando en el pecho como un pájaro preso en la jaula de las costillas. Todo eso faltaba. Todo se había ido. Ya no quedaba nada. Sólo la dolorosa constancia de que el tiempo pasa. El tiempo se va. Cerré la puerta y me puse a llorar.

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